sábado, 24 de febrero de 2007

Humo

Me encendí un cigarrillo. Mientras los trozos de té danzaban en la taza yo les veía, sereno, concentrado en la sencillez de su movimiento. Dejé la taza en el suelo. Tomé una bocanada y me dejé caer suavemente sobre la cama. “Sí”, dije. “Está del putas tu cuarto”. Miraba al techo e iba a tomar un segundo aire de tabaco pero sentí tu cuerpo sentándose en mis piernas. Mi mano izquierda se estiró hasta la mesita donde las cenizas no serían asesinas de madera o algodón. Tus manos llegaron a mi pecho y tus labios recorrieron mi cuello. Me mantuve en silencio unos segundos para no herir el momento. Mi mano derecha rodeó tu espalda y los movimientos concéntricos de tus caderas me llevaron al pasado remoto en que vos y yo fuimos uno solo.

“Me…”, intenté decir y tu índice eliminó del diálogo a las palabras. Fue un leve susurro, un recuerdo que nos fascinó por unos cuantos segundos. Dos caricias y un ligero beso. Me incorporé para acariciarte y tu mano hizo el gesto de siempre, con el cual todas las discusiones eran concluidas, el lancetazo final con el que el director termina la obra, la maniobra sorda que apacigua, el silencio imputado ante cualquier ráfaga, el signo del dominio, el símbolo de tu miedo.

“Es hora de irnos”, dijiste. Y sentado recordé el cigarrillo moribundo en mi mano siniestra y muerta, como dormida, y en la última gota de tabaco aspiré mi recuerdo eterno mientras él me decía en silencio, en mi mente, “¿Qué esperas... si su alma es orgullosa y de hojas grandes como la planta de tabaco, pero que solo hasta que éstas estén secas y el fuego les halla consumido no conocerán del vuelo y de su cielo sino siendo humo?”.

Signos

Por estos días tomé un materia electiva (o curso de contexto, no sé bien) en la cual debía escribir un par de recorridos, cual crónica, o algo así. El resultado fue divertido. El primero de ellos fue “Resaca de Domingo” y luego vino “Signos”. La idea de "Signos" surge de la lectura de "La ciudad y los signos 2" de Italo Calvino...

Supongo que seguiré escribiendo.
SIGNOS
Tras cada viaje el recuerdo es todo aquello que ha logrado anclarse en los surcos de la memoria de manera tan firme que su sola evocación obliga al cerebro a repetir, como en un espejo, las sensaciones fieles, reflejadas, casi iguales, aunque intangibles.

Ayer me fui de viaje. Parado al lado del Centro Comercial, a punto de tomar la ruta al hogar, un hombre detuvo su paso frente a mí. Con ligero acento valluno me preguntó:
¿Tenés candela Germán? –Lo hizo como si me conociera de siempre. Y yo, sin sorprenderme busqué en mi pantalón y encendí el cigarrillo que colgaba de sus labios.

No te acordás de mí, ¿verdad? Soy Carlos. Trabajamos en el bar de Fernando.

Una ráfaga de imágenes me vinieron al cerebro. Múltiples luces de colores y estrober. Humos en la cara, rostros oscuros que solo eran iluminados por el ir y venir de los cigarrillos y las velas. Copas medio llenas de tragos de todos los colores, mesas oscuras llenas de ceniceros, vasos y botellas. Música burbujeante que te invitaba a cerrar los ojos y dejarte llevar. Minifaldas y escotes infinitos dispuestos ante los ojos de aquel que estuviera en el mejor lugar de todos para disfrutarlo: En la barra. Todos querían que su canción sonase primero. Llegaban allí, invitaban y pedían. Recordé como treinta rostros. Todos femeninos. Algunas rubias, otras morenas. Pero eso sí, todas de labios apetitosos.

¿Carlos? Estee... sí! Claro que me acuerdo de ti. Sos el ‘Caleño’. ¿No? –Fue mi gran deducción luego de escuchar su acento–.

Te acordaste de mí, ve!. Y pensé que por lo poco que estuve en el bar no te ibas a acordar.

Su rostro realmente no me dijo nada pero su mano me ofrecía un cigarrillo japonés que solo le había visto a uno de los judíos que era dueño del bar de la competencia.

Y qué más de vos?, Vé! –le pregunté. Era un cigarrillo fabuloso. Como si estuviese hecho de hierbas aromáticas su humo sencillamente reconfortaba.

Nada mijo. Camellando resto y ganando duro –me dijo. Como si yo supiera qué era eso de tener dinero en el bolsillo.

Hablamos poco más de diez minutos y sí, el cigarrillo se acabó. Luego comenzamos a bajar por la 72 para caminar por la 15 hacia el norte. Abrió una cajetilla distinta. Sacó dos cigarrillos y a cada uno le metió una pepa en el filtro.

Probá esto que me acaba de llegar.

El golpe fue directo. La Panamericana dejó de ser una papelería y se convirtió en un castillo. Tenía torres inmensas y era tan extensa que deseé tener un caballo para recorrerla. En cada esquina de cuadra había un pelado o una vieja vendiendo chatarra de paquete: Papas, dulces, chitos y cigarros. Ellos se fueron convirtiendo en los porteros de cada uno de los Burgos que fueron apareciendo. Cada cuadra un Burgo. Terrenos atestados de castillos tintineantes que eran separados por ríos de luces cegadoras. Ríos en los cuales Dragones de fuego eran cabalgados por jinetes que incesantes tocaban marchas de guerra en sus cornetas.

Un castillo, un río, un dragón, un portero. Un castillo, un río, un dragón, un portero. Otro castillo, otro río, otro dragón, otro portero. El carrusel se repetía y aunque mil veces caminé por aquellos senderos nunca les había visto así. Los árboles raquíticos de siempre, como bosques itinerantes, se atravesaban en mi camino una y otra vez. Deteniéndome. Evitando que de algún modo pudiera llegar a mi objetivo. Carcomiendo mi memoria, haciéndome olvidar en dónde estaba.

Fueron semanas cabalgando en dragones, nadando en los ríos y durmiendo en los árboles hasta que por fin, treinta minutos después, estábamos parados frente al bar...

Gengis Khan despertó y le pidió a su secretario que escribiera su sueño. “Los designios cambiarán... –le dijo– ...pues mis sueños siempre traen buenos augurios”.