Me encendí un cigarrillo. Mientras los trozos de té danzaban en la taza yo les veía, sereno, concentrado en la sencillez de su movimiento. Dejé la taza en el suelo. Tomé una bocanada y me dejé caer suavemente sobre la cama. “Sí”, dije. “Está del putas tu cuarto”. Miraba al techo e iba a tomar un segundo aire de tabaco pero sentí tu cuerpo sentándose en mis piernas. Mi mano izquierda se estiró hasta la mesita donde las cenizas no serían asesinas de madera o algodón. Tus manos llegaron a mi pecho y tus labios recorrieron mi cuello. Me mantuve en silencio unos segundos para no herir el momento. Mi mano derecha rodeó tu espalda y los movimientos concéntricos de tus caderas me llevaron al pasado remoto en que vos y yo fuimos uno solo.
“Me…”, intenté decir y tu índice eliminó del diálogo a las palabras. Fue un leve susurro, un recuerdo que nos fascinó por unos cuantos segundos. Dos caricias y un ligero beso. Me incorporé para acariciarte y tu mano hizo el gesto de siempre, con el cual todas las discusiones eran concluidas, el lancetazo final con el que el director termina la obra, la maniobra sorda que apacigua, el silencio imputado ante cualquier ráfaga, el signo del dominio, el símbolo de tu miedo.
“Es hora de irnos”, dijiste. Y sentado recordé el cigarrillo moribundo en mi mano siniestra y muerta, como dormida, y en la última gota de tabaco aspiré mi recuerdo eterno mientras él me decía en silencio, en mi mente, “¿Qué esperas... si su alma es orgullosa y de hojas grandes como la planta de tabaco, pero que solo hasta que éstas estén secas y el fuego les halla consumido no conocerán del vuelo y de su cielo sino siendo humo?”.
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