
“Me…”, intenté decir y tu índice eliminó del diálogo a las palabras. Fue un leve susurro, un recuerdo que nos fascinó por unos cuantos segundos. Dos caricias y un ligero beso. Me incorporé para acariciarte y tu mano hizo el gesto de siempre, con el cual todas las discusiones eran concluidas, el lancetazo final con el que el director termina la obra, la maniobra sorda que apacigua, el silencio imputado ante cualquier ráfaga, el signo del dominio, el símbolo de tu miedo.
“Es hora de irnos”, dijiste. Y sentado recordé el cigarrillo moribundo en mi mano siniestra y muerta, como dormida, y en la última gota de tabaco aspiré mi recuerdo eterno mientras él me decía en silencio, en mi mente, “¿Qué esperas... si su alma es orgullosa y de hojas grandes como la planta de tabaco, pero que solo hasta que éstas estén secas y el fuego les halla consumido no conocerán del vuelo y de su cielo sino siendo humo?”.
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