Hay días en que uno definitivamente es muy apelotardado y tarúpido...!!
Hace un mes salió un concurso literario que tenía como premio un viaje a Brasil. El chiste consistía en terminar un cuento (entre 500 y 1000 caracteres) a partir de un párrafo de una novela de Jorge Amado.
¿Por qué lo tarúpido? Porque comencé el texto hace un mes y dije “luego termino”. Hoy, que ya terminé semestre y puedo cerrar la historia sin complicaciones, me doy cuenta que la convocatoria cerraba hace 2 días...!!! A gente pa’bestia mano!!!
He aquí lo que escribí en dos días: el 13 de julio y el 12 de agosto del año presente. Me pasé en los caracteres (los tripliqué) pero ya no importaba mas que acabar la historia y mostrarla aquí. Inconcientemente traté de reproducir el estilo del autor. Pero qué va, hela pues...
** Primer párrafo perteneciente a “Gabriela, Clavo y Canela” de Jorge Amado.
“Esta historia de amor —por curiosa coincidencia, como diría doña Arminda— comenzó el mismo día claro, de sol primaveral, en que el hacendado Jesuíno Mendonça acabó, a tiros de revólver, con Doña Sinhazinha Guedes Mendonça, su esposa, personalidad ilustre de la sociedad local, morena tirando a gorda, muy dada a las fiestas de la iglesia, y con el Doctor Osmundo Pimentel, dentista llegado a Ilhéus hacía pocos meses, mozo elegante, con pretensiones de poeta…”
Ese día el barullo de las calles de la población de Ilhéus fue creciendo como el calor del mediodía. El hacendado Mendonça, talvez la persona con mayor influencia en la región, veía como aquel hombre delgado, casi siempre vestido de blanco, caía en la alfombra del salón principal de su casona del pueblo con el rostro cargado de estupor. Jamás hubiese esperado ver a don Jesuíno a esas horas de la mañana.
Don Jesuíno Mendonça dormía cuatro noches en la hacienda y tres en la casona. Pero esa mañana sintió un dolor tan grande en su pecho, que inicialmente achacó a su excesivo amor al trabajo, que decidió volver al poblado antes de lo acostumbrado.
Los disparos se escucharon de manera tan clara, en medio de la tranquilidad de la mañana, que todos los pájaros de la plaza levantaron la mirada al cielo y alzaron su vuelo.
Doña Arminda Oliveira nunca quiso viajar a Ilhéus. Fue tal su angustiosa miseria que, después de dos semanas de insistencia de su sobrina, terminó aceptando el puesto de enfermera en aquel paraje tan alejado de su pueblo. Las sandalias que llevaba en aquella travesía comenzaron a ceder ante el calor de esa mañana. Su sombrero ahogado en el polvo de la carretera tenía ahora un tono marrón, y su pañolón, que en su pueblo usaba para el frío viento de las noches, había dejado de ser negro para parecerse al gris plateado de sus hermosos y cansados ojos.
Los cuchicheos no se hicieron esperar. Algo había sucedido en la Casona de don Mendonça. Los pasos acompañaron a las voces y, poco a poco, se vio rodeada de curiosos la majestuosa vivienda.
El primero en entrar al salón fue Simón, su más fiel empleado. Miró a don Jesuíno con el arma aun humeante en la mano. Luego vio el cuerpo inmóvil de doña Sinhazinha, sobre el sofá, en una posición tan relajada que pareciera estar graciosamente dormida. Finalmente vio al Doctor Pimentel con su saco purpúreo por la sangre y con un fuerte gesto de incomprensión en el rostro.
– Pero po’ Dio’... !! ¿Qué hizo don Jesu? –dijo con su danzarina voz africana.
Don Jesuíno aun miraba con enojo hacia el vacío, hacia el vacío que se había anclado en su pecho desde la madrugada. Mientras tanto escuchaba el arrastrar veloz de las pequeñas piernas de sus criadas acercándose al salón y, despertando de su letargo, de inmediato le grito a Simón que detuviera a la servidumbre. Simón, obediente, les gritó que se “volvieran pa’la cocina” y que él se encargaba de “la situació”.
Unos segundos bastaron para que Don Jesuíno encontrara una solución.
– Cierra el salón y que nadie entre en todo el día –le ordenó a Simón– Vé y dá la orden y vuelves de inmediato!
Simón salió presuroso y, al volver, Don Jesuíno llevaba puesta la camisa del dentista. En su maletín llevaba el dinero de la hacienda, y en su cinto, a la espalda, el arma que hacia poco había cambiado su día. Cerró la puerta del salón y corrieron a la calle.
Arminda, entre tanto, con su valija sucia y su ropa sudorosa, había llegado al centro de salud del pueblo. Estaba presentando sus credenciales de enfermera al médico cuando las voces del pasillo trajeron la noticia y al herido:
– Don Jesuíno ‘tá herido ‘e bala –gritaba Simón.
El médico arrastró a Arminda Oliveira, con todo lo que llevaba ella consigo, hacia la rústica sala de urgencias. Al llegar don Jesuíno el médico comenzó a auscultarlo con premura y pronto fue bruscamente detenido por el hacendado mientras le decía...
– Maté a mi esposa y al desgraciado del dentista. Yo no estoy herido, no tengo nada. Pero, aún siendo un Mendonça, si me quedo aquí tendré que pagar por mi desgracia.
Don Jesuíno le explicó al médico lo sucedido y en pocos minutos lograron resolver una estratagema.
– Usted –señalaba el médico a Arminda– quédese callada y acompáñelo como si estuviese muy enfermo.
Y ante la mirada atónita de todo el pueblo don Jesuíno Mendonça fue llevado urgentemente hacia la capital.
Arminda no pisó más de diez minutos el suelo de Ilhéus con sus agitadas sandalias y su desvencijada valija. Sin embargo acompañó a don Jesuíno, sin saberlo, a su último viaje de aventura, en su escapatoria compañía, hacia una vejez compartida y eterna, en medio de una curiosa coincidencia.
Hace un mes salió un concurso literario que tenía como premio un viaje a Brasil. El chiste consistía en terminar un cuento (entre 500 y 1000 caracteres) a partir de un párrafo de una novela de Jorge Amado.
¿Por qué lo tarúpido? Porque comencé el texto hace un mes y dije “luego termino”. Hoy, que ya terminé semestre y puedo cerrar la historia sin complicaciones, me doy cuenta que la convocatoria cerraba hace 2 días...!!! A gente pa’bestia mano!!!
He aquí lo que escribí en dos días: el 13 de julio y el 12 de agosto del año presente. Me pasé en los caracteres (los tripliqué) pero ya no importaba mas que acabar la historia y mostrarla aquí. Inconcientemente traté de reproducir el estilo del autor. Pero qué va, hela pues...
** Primer párrafo perteneciente a “Gabriela, Clavo y Canela” de Jorge Amado.
“Esta historia de amor —por curiosa coincidencia, como diría doña Arminda— comenzó el mismo día claro, de sol primaveral, en que el hacendado Jesuíno Mendonça acabó, a tiros de revólver, con Doña Sinhazinha Guedes Mendonça, su esposa, personalidad ilustre de la sociedad local, morena tirando a gorda, muy dada a las fiestas de la iglesia, y con el Doctor Osmundo Pimentel, dentista llegado a Ilhéus hacía pocos meses, mozo elegante, con pretensiones de poeta…”
Ese día el barullo de las calles de la población de Ilhéus fue creciendo como el calor del mediodía. El hacendado Mendonça, talvez la persona con mayor influencia en la región, veía como aquel hombre delgado, casi siempre vestido de blanco, caía en la alfombra del salón principal de su casona del pueblo con el rostro cargado de estupor. Jamás hubiese esperado ver a don Jesuíno a esas horas de la mañana.
Don Jesuíno Mendonça dormía cuatro noches en la hacienda y tres en la casona. Pero esa mañana sintió un dolor tan grande en su pecho, que inicialmente achacó a su excesivo amor al trabajo, que decidió volver al poblado antes de lo acostumbrado.
Los disparos se escucharon de manera tan clara, en medio de la tranquilidad de la mañana, que todos los pájaros de la plaza levantaron la mirada al cielo y alzaron su vuelo.
Doña Arminda Oliveira nunca quiso viajar a Ilhéus. Fue tal su angustiosa miseria que, después de dos semanas de insistencia de su sobrina, terminó aceptando el puesto de enfermera en aquel paraje tan alejado de su pueblo. Las sandalias que llevaba en aquella travesía comenzaron a ceder ante el calor de esa mañana. Su sombrero ahogado en el polvo de la carretera tenía ahora un tono marrón, y su pañolón, que en su pueblo usaba para el frío viento de las noches, había dejado de ser negro para parecerse al gris plateado de sus hermosos y cansados ojos.
Los cuchicheos no se hicieron esperar. Algo había sucedido en la Casona de don Mendonça. Los pasos acompañaron a las voces y, poco a poco, se vio rodeada de curiosos la majestuosa vivienda.
El primero en entrar al salón fue Simón, su más fiel empleado. Miró a don Jesuíno con el arma aun humeante en la mano. Luego vio el cuerpo inmóvil de doña Sinhazinha, sobre el sofá, en una posición tan relajada que pareciera estar graciosamente dormida. Finalmente vio al Doctor Pimentel con su saco purpúreo por la sangre y con un fuerte gesto de incomprensión en el rostro.
– Pero po’ Dio’... !! ¿Qué hizo don Jesu? –dijo con su danzarina voz africana.
Don Jesuíno aun miraba con enojo hacia el vacío, hacia el vacío que se había anclado en su pecho desde la madrugada. Mientras tanto escuchaba el arrastrar veloz de las pequeñas piernas de sus criadas acercándose al salón y, despertando de su letargo, de inmediato le grito a Simón que detuviera a la servidumbre. Simón, obediente, les gritó que se “volvieran pa’la cocina” y que él se encargaba de “la situació”.
Unos segundos bastaron para que Don Jesuíno encontrara una solución.
– Cierra el salón y que nadie entre en todo el día –le ordenó a Simón– Vé y dá la orden y vuelves de inmediato!
Simón salió presuroso y, al volver, Don Jesuíno llevaba puesta la camisa del dentista. En su maletín llevaba el dinero de la hacienda, y en su cinto, a la espalda, el arma que hacia poco había cambiado su día. Cerró la puerta del salón y corrieron a la calle.
Arminda, entre tanto, con su valija sucia y su ropa sudorosa, había llegado al centro de salud del pueblo. Estaba presentando sus credenciales de enfermera al médico cuando las voces del pasillo trajeron la noticia y al herido:
– Don Jesuíno ‘tá herido ‘e bala –gritaba Simón.
El médico arrastró a Arminda Oliveira, con todo lo que llevaba ella consigo, hacia la rústica sala de urgencias. Al llegar don Jesuíno el médico comenzó a auscultarlo con premura y pronto fue bruscamente detenido por el hacendado mientras le decía...
– Maté a mi esposa y al desgraciado del dentista. Yo no estoy herido, no tengo nada. Pero, aún siendo un Mendonça, si me quedo aquí tendré que pagar por mi desgracia.
Don Jesuíno le explicó al médico lo sucedido y en pocos minutos lograron resolver una estratagema.
– Usted –señalaba el médico a Arminda– quédese callada y acompáñelo como si estuviese muy enfermo.
Y ante la mirada atónita de todo el pueblo don Jesuíno Mendonça fue llevado urgentemente hacia la capital.
Arminda no pisó más de diez minutos el suelo de Ilhéus con sus agitadas sandalias y su desvencijada valija. Sin embargo acompañó a don Jesuíno, sin saberlo, a su último viaje de aventura, en su escapatoria compañía, hacia una vejez compartida y eterna, en medio de una curiosa coincidencia.
2007-07-13 (En la madrugadita)
y 2007-08-12 (unos minutos después de la medianoche)
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