Bib...
bip bip bip Bip...
bip bip bip Bip bip bip Bip bip bip Bip...
Estiro la mano aún sin abrir los ojos. Apago el sonido estridente de la alarma del celular (sí, es un Nokia) y vuelvo mi cuerpo hacia la pared. –Domingo 10 a.m. –me digo–.
Después de dos llamados más del celular me levanto y camino hacia la cocina. Aún con los ojos entrecerrados hallo la olleta del chocolate, a esta hora ya fría. Tomo MI pocillo amarillo con la mano derecha, el único pocillo con dueño en la casa, y deposito lo que queda del cacao del desayuno en él, con la mano izquierda. Al fondo, en el patio, escucho ladrar a Carlos.
Los demás a esta hora deben estar en misa, en aquella iglesia gigante y blanca repleta de ventanales de todos los colores. Camino hacia la sala y al pasar por la mesa del comedor recojo dos panes con la mano izquierda y camino hacia la ventana de la sala, la gran pared de cristal que da al exterior. En la pared hay una placa que le dieron a mi mamá por “Excelencia como Maestra” cuando salió del colegio en Bucaramanga. En su reflejo veo mi barba de varios días y mis ojos chupados hasta el culo. Sí, tengo sueño.
Desde la ventana veo el edificio de enfrente. El apartamento de enfrente. También un cuarto piso. La calle a esta hora demasiado soleada para mi gusto. La misma calle que anoche me parecía oscuramente acogedora a esta hora solo me obliga a fruncir el ceño y entrecerrar los ojos.
Anoche era distinta. Mientras algunos “vecinos” bebían cerveza en la tienda de la esquina, sentados en el andén, don Abraham le daba instrucciones a un tipo, algo tomado, para que sacara su carro sin herir las latas de las dos camionetas que le encerraron.
Don Abraham es de Palmira. Su pelo totalmente blanco y sus ojos verdes siempre le dieron un aire duendesco a su piel amorenada por el sol.
–Mi papá era alemán y mi mamá mulata del valle. Yo fui el único blanco de toda la familia y por eso mis primos siempre me la tuvieron montada –me dijo una vez que me invitó una cerveza.
Él cuida desde hace un par de años los carros de los clientes de la cancha de tejo que queda en el edificio de al lado. Don Abraham recibió unas monedas del borracho y tocándose la gorra con la mano derecha me hizo un guiño de saludo.
–Don Abraham –dije suave, como con los ojos, y seguí caminando hacia la avenida–.
“ZONA INDUSTRIAL Y RESIDENCIAL” reza en uno de los letreros que hay al comienzo de la cuadra. Una calle que de día transpira una escena de industria y de trabajo y que en la noche, una noche como hoy, exhuma su aire de camaradería animada por la música y el alcohol.
–Hasta luego vecino –me dice uno de los chinches del primer piso de mi edificio (uno de los cinco hijos de la pareja del primer piso… ¿cómo los distinguen si todos son igualitos?) que compite a los penaltis con otros chaparros en la pared de una fábrica–.
Al llegar a la esquina quiero encenderme un cigarro y no encuentro el ligthell (como diría Calle 13). Un par de guitarros, músicos de tienda, llevan cigarros encendidos y me pasan candela. En mi casa no pueden enterarse que fumo. Cómo si hay dos asmáticos en la casa y un par de tíos murieron con los pulmones hechos una miseria por el tabaco. Cuando estoy a punto de terminarlo llega el abogado apago el magarro y me subo al carro.
–Quiubo mijo –me dice–.
–Tos qué parcerito –le respondo dándonos el abrazo de rigor–.
Toscanini ya no vive en el sector. Ahora es profesor del Externado y hoy por ser su cumpleaños nos vamos al viejo barrio a tomarnos unos tragos con los compadres del colegio.
El parque de siempre, a dos cuadras del colegio. “Picado” de baloncesto y tras dos minutos de trote... Mierda, ya no somos los de antes.
–Mijo, a ver si dejamos el ajedrez y hacemos más ejercicio –dice el Gamboa que es el único que no parece asfixiado.
Él, biomédico, trota todos los días. Claro, ya es papá y todo hombre casado tiene barriga y, si no trota, no la baja…
Tras media hora de juego, pues casi todos caímos sobre nuestras rodillas transcurridos apenas diez minutos, fuimos a descansar sobre el césped de la casa de los papás Gamboa. Jan, el biomédico, tampoco vive ya aquí pero sus cuchos eran los papás del grupo, de la rosca, de los compas. Y tras lavarnos las manos y prepararnos unos sanduches fuimos al garaje de siempre a sentarnos en el suelo y recorrer todas esas calles que deambulamos siendo chinches… En cada cerveza venía un recuerdo, como si caminásemos por ellos empujados por cada birra…
La primera nos ubicó en el salón: Mi puesto siempre contra la pared de atrás, para poder recostarse, cómodo, para no dormirse en clase y aun más cómodo para dormirse. Solano, que era ancho de espalda, siempre delante de mí, junto a JJ cubriéndome, para poder sacar los libros durante el examen. Y Gamboa y Toscanini en la línea siguiente cerrando, cual infantería, el centro de operaciones. Bueno, también era porque ese par era medio esbozo de nerd…! Luego de jugar baloncesto y fútbol en salón, luego de las peleas con pepas de eucalipto en el patio con los del otro curso, luego de usar a la mitad de los alumnos del salón para borrar con ellos el pizarrón, luego de escabullirnos por los pasillos y saltar al primer piso por la columna central saltamos por la pared trasera y nos tomamos nuestras primeras cervezas donde Mamá Dora. (Salud!). Casi todos los días jugamos micro a la salida. Algunos viernes nos dimos trompadas atrás del Carulla. (Salud!). Cuando los papás Solano fueron al llano nosotros fuimos a su casa y dimos vueltas en su carro por toda Ciudad Salitre. (Salud!). Cada cerveza un camino recorrido, un viaje, un sueño, un amigo perdido. Un callejón del primer cigarro, un perder la virginidad en la fiesta del colegio femenino, el preuniversitario, el parque, las guitarras y el tocar el Himno del colegio en Black Metal. El matrimonio de Jan en la iglesia de los cristales de Colores. Cada casa, cada calle, hasta cada aldaba tenía su historia en cada una de las cervezas que se destapaban.
A las tres de la mañana el silencio del cansancio obligó a la partida. Toscanini se quedó donde sus papás, 6 cuadras al norte del garaje de siempre. Yo caminé las veintitantas cuadras a mi casa con Carlos, el perro de los Gamboa, dizque para que me cuidara. Quería dormir en mi cama. En el camino no hallé ningún desconocido amenazante, todos conocidos. Me encontré con el viejo que vive debajo del puente y charlamos como cinco minutos. Le dejé un cuarto de güaro que me quedó.
Al llegar la calle de mi cuadra ya estaba vacía. Mi calle que ya no es mía. Una calle que no vivo porque mis recuerdos son de una ciudad de antes. La misma calle pero ahora vacía.
Entro al apartamento tratando de no hacer ruido. Para no encender luces uso la linterna del celular. Podría ser peor donde me confundieran con un ladrón. Dejo a Carlos en el patio. Voy a la cocina y me caliento un cafecito para dormir más tranquilo. Lo sirvo con la mano izquierda en MI pocillo amarillo que tengo en mi mano derecha. Camino hasta la sala y al pasar por la mesa del comedor recojo dos panes con la mano izquierda y camino hacia la ventana de la sala; la gran pared de cristal que da al exterior. Desde la ventana veo el edificio de enfrente. El apartamento de enfrente. También un cuarto piso. Terminado mi café miro el celular. Son las tres y media. Pongo la alarma a las diez y me voy a dormir. Tengo sueño.
PT
1 comentario:
SI empezamos a recordar ese día en que patos se volvieron sueños puede que nos encontremos con que fue por la época en que los tornillos se volvieron mesas, relójes y teléfonos. Fue por esos días también en los que los colores cambiaron y las formas se mezclaron como en Dalí. Ni eso, ni las mil y una noches -sin embargo- te han dado autorización para andar exibiendo fotografías de sábado. Pero sea todo perdonado por un té.
Publicar un comentario